Muchas veces creemos que cuando perdonamos, debemos permanecer con las personas a las que perdonamos, debemos seguir siendo lo que somos con ellas, debemos mantener las relaciones con esas personas, y no hay nada más erróneo que eso, pues hay ocasiones en las que permanecer nos expone al daño que ya recibimos y perdonamos una vez.
Solemos creer que nuestro perdón cambiará a las personas que perdonamos y por eso permanecemos en los mismos lugares y con las mismas personas, esperando a que sean distintas, y después de tanto y ver que no cambian, creemos que nuestro perdón falla y que no deberíamos seguir perdonando, porque las personas a las que perdonamos parecen jugar con nuestro perdón, pero no es el perdón el que falla; somos nosotros al creer que perdonándolos van a cambiar y obligándonos a permanecer.
No tenemos control sobre las personas que perdonamos, nuestro perdón no hará que las personas dejen de hacernos daño. Nuestro perdón se trata de nosotros y no de las personas que perdonamos, y es por eso que perdonar y permanecer, puede ser un error, ya no cometido por la otra persona, sino por nosotros mismos.
Cuando perdonamos lo mismo, sin irnos, estamos permitiendo que las personas a las que perdonamos abusen de nosotros. Somos, en cierta medida, cómplices del daño que recibimos. La reincidencia debe hacernos ver que necesitamos movernos.
Perdonar no significa quedarse. Podemos perdonar e irnos, podemos perdonar y quedarnos. El perdón es independiente y muchas veces, lo más sano es perdonar e irnos.
No tenemos ninguna obligación de permanecer al lado de las personas que perdonamos. Siempre debemos perdonar, pero no siempre debemos quedarnos y es ahí donde la mayoría fallamos, porque perdonamos y nos quedamos. Cuando las personas abusan de nuestra capacidad de perdonar, haciéndonos daño una y otra vez, lo que necesitamos no es solo perdonar, sino irnos. En irnos está la salvación.
Tal vez no es perdonar lo que necesitas, sino irte.
Gracias por estas reflexiones tan realistas.
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